Llevaba soñando ese momento desde hacía 10 meses como mínimo, el momento en que pulsara el botón de ‘Enviar archivo’ y zanjara mi trabajo final de máster, ese que hice en la capital y que ha costado tantas lágrimas y agobios. Me imaginaba el tiempo libre que tendría, la serie que acabaría de ver (¿algún fan de Lost por aquí?), los libros que leería, el deporte que empezaría a hacer… y la sensación esa placentera que -creía- tendría al tumbarme en el sofá y ver que ‘no tengo nada que hacer’.

Nuestra meta: Dios
Pues bien, ese momento llegó, el miércoles a las ocho de la tarde, delante de mi portátil, que ha sido un milagro que haya aguantado hasta ahora. ¿Y sabéis qué? no sentí nada de eso. Es verdad que me he quitado una carga de trabajo, que respiré con alivio y esbocé una sonrisa al ver el trabajo subido a la plataforma, pero poco más…
Y es que nos pasamos la vida pensando en un futuro que no llega, en que cuando llegue seremos felices. Cuando acabe la carrera, cuando acabe el máster y hasta el doctorado si hace falta. Cuando tenga novio, o novia, cuando me case, cuando se arregle este problema o sufrimiento que tengo ahora, cuando tenga trabajo, cuando tenga un hijo, cuando tenga dos hijos, cuando tenga más dinero, cuando, cuando… y cuando lo hace, buscamos algo más, más difícil de alcanzar… porque somos insaciables.
Pero esto no es nuevo, ya lo decía San Agustín al principio de las Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti»1. Como criaturas de Dios que somos, nuestro corazón en verdad anhela volver a la casa del Padre, nuestra meta es el Cielo, aunque tantas veces nos perdemos en la mundanidad, en lo que nos ofrecen los placeres de la vida. Párate a pensar, ¿cuántas veces te has agobiado con nimiedades, con cosas que, vistas en perspectiva, no tenían tanta importancia? Yo muchísimas, y él puede dar fe de ello porque me tiene que aguantar. Sin embargo, el miércoles, en mis momentos de histeria porque el formato del trabajo no salía como yo quería, que se me descuadraban las páginas, el programa se me cerraba… él me tranquilizó y me dijo que buscara la perfección en las cosas de Dios, que lo otro no era tan importante. ¡Y cómo descansas cuando sabes y pones en práctica esto! Porque sí, la teoría yo me la sé bien, pero después no lo aplico en la práctica y pasa lo que pasa…
Así pues, en vistas al inicio de curso, os animo a confiar en el Señor. Septiembre es un mes de nuevos proyectos, quizá alguno empieza la Universidad, o un trabajo, o se prepara para el sacramento del matrimonio o quizá ve que no tiene planes, ¡no te preocupes! el Señor tiene para cada uno de nosotros un plan estupendo. Déjate hacer y querer y confía en Él, como cuando nuestros padres nos llevaban de la mano en nuestro primer día de colegio. Quizá no éramos conscientes de hacia dónde íbamos pero sabíamos que nada malo nos iba a pasar.
¡Feliz inicio de curso!
Nota 1 – Confesiones 1, 1, 1. Extraído de la Audiencia General de Benedicto XVI el miércoles 30 de enero de 2008. Libreria Editrice Vaticana.
Un post estupendo! Esto me recuerda que qué Gracia tan grande es poseer la Santa Indiferencia!
Un abrazo
¡Gracias Laura! La clave está en darle a cada cosa su importancia y dejarnos hacer en manos de Dios, un placer leerte por aquí!