Hace una semana que en mi casa hemos tenido la alegría de ver nacer a una segunda sobrina, que se une a la primera que nació el año pasado. Ambas son monísimas, y una alegría para todos; especialmente para sus padres. Viéndolas no pude más que pensar que efectivamente la herencia de Yahvé son los hijos, su recompensa el fruto del vientre (Salmo 127, 3)1. Y me hizo recordar la hermosa, aunque en ocasiones dura, tarea que tienen los matrimonios cristianos respecto a los hijos.

Los hijos son hijos de Dios
Y es que la Iglesia declara que todos los matrimonios cristianos deben estar siempre abiertos a la vida y a la voluntad de Dios en cuanto a los hijos. Es decir, que toda relación en el matrimonio debe hacerse sin ningún impedimento físico para evitar el embarazo, y también sin la voluntad de no querer tener hijos; pues criminal licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la prole, no pretenden sino satisfacer su voluptuosidad (Castii Connubii)2. Y en esos casos el acto conyugal se vuelve egoísta al buscar únicamente el placer y el afecto. Sin embargo, aceptando los hijos que Dios te regala, dicha relación se abre al amor, que es siempre una donación altruista que no busca el beneficio propio.
Por otro lado, es cierto que en ocasiones, por graves circunstancias de la vida, no siempre es posible hacerse cargo de un hijo más y, por ello, la Iglesia dice que si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales […] y así regular la natalidad (Humanae Vitae)3. Pero los motivos deben ser serios, pues podemos engañar a los demás pero no a Dios, que en su día puede decirte: quitadle, por tanto, el talento y dádselo al que tiene los diez talentos (Mateo 25, 28)4. Pero… ¿Cómo hacer esto? Pues existe un método llamado método sintotérmico que bien empleado es más seguro que el preservativo. Un método que ya os contaremos más en detalle, pues ayuda a los esposos tanto a buscar un hijo como a espaciarlo por un tiempo.
Y el fin de todo esto no es otro que el que posee todo cristiano, cada cual en su vocación: ser luz para el mundo. Para que esta sociedad vea, a través de matrimonios jóvenes que ya tienen hijos como los de mis hermanos, a través de matrimonios unidos con familias muy numerosas como la mía, o a través de matrimonios naturalmente estériles que viven su misión de otra forma con alegría, que Dios existe y nos ama. Y que existe el verdadero amor que es capaz de darse hasta el extremo. Un amor que nace de Cristo, centro y pilar del matrimonio cristiano, pues sin Él es realmente imposible.
Nota 1 – Salmo 127, 3. Biblia de Jerusalén.
Nota 2 – Carta Encíclica Casti Connubii. Pio XI. 31 de diciembre del año 1930. Libreria Editrice Vaticana.
Nota 3 – Carta Encíclica Humanae Vitae. Pablo VI. 25 de julio de 1968. Libreria Editrice Vaticana.
Nota 4 – Parábola de los talentos. Mateo 25, 14-30. Biblia de Jerusalén.