El martes de la semana en la que se decretó el Estado de alarma y el confinamiento en nuestros hogares fui a comprar. Y no una compra ‘normal’, compré dos mesas, de estas plegables de resina que estaban de oferta. Dos grandes mesas para ponerlas en nuestro salón y llenarlas de gente y de vida, que tenemos espacio de sobra.
Las compré pensando en el día del Padre, por si venían nuestras familias y celebrábamos juntos ese día, o por si después de la Eucaristía venían los amigos a cenar a nuestra casa el sábado por la noche, o por si celebrábamos algún cumpleaños en casa…
Y me pasó algo así como lo que le pasó a la lechera; maquiné muchos planes en mi cabeza y el cántaro se me rompió cuando decretaron aislamiento total.
Evidentemente, en ese momento, y dada la crisis sanitaria mundial, lo de menos eran las mesas. Pero hoy, una semana después del anuncio del Estado de alarma, veo que esas mesas, que siguen embaladas y esperando en el cuartito de estar, significan mucho más. Esas mesas son nuestro deseo de hospitalidad, de acoger, del que ya hablamos en nuestra boda, y que ahora se ve huérfano. Esa hospitalidad que hemos visto en nuestra casa, cuando nuestros padres han abierto su hogar a los demás, o esa hospitalidad que hemos vivido en nuestra etapa universitaria, lejos de casa, o cuando hemos ido de peregrinación y nos han acogido sin esperar nada a cambio a miles de kilómetros de nuestro hogar.

Esas mesas plegadas, aguardando el momento de cumplir su función, representan nuestro deseo de volver a abrir nuestra casa a nuestros amigos y familiares. Nuestro deseo de llenar aún más de vida nuestro salón, de risas, de anécdotas, de cine, de juegos de mesa, de rica comida…
El día que esas mesas plegadas y embaladas se desprendan del film y los cartones haremos una fiesta. Y esperamos que sea más pronto que tarde.