Desde mi diagnóstico de enfermedad celíaca, me tuve que reinventar en la cocina y he descubierto que me gusta cocinar y que no se me da nada mal (ojo, no lo digo solo yo…). Cocino de casi todo, muchas veces a base de prueba-error, intento dominar las masas sin gluten que son complicadísimas, y a veces hasta yo misma me sorprendo de lo buena que me sale la comida.
Sin embargo, después de más de cuatro años juntos, el otro día él descubrió con asombro que no sé cocinar arroz. El típico arroz hervido y seco para hacer arroz a la cubana, por ejemplo. Una de las recetas base -imagino- que enseñan en los hogares a los hijos, algo sencillo, para empezar a defenderse en el mundo de la cocina.
Pues bien, jamás he sabido cocinarlo. Y no será porque en casa no me han enseñado. Siempre acabo hecha un lío con las cantidades, con el tiempo de cocción… y se me queda pastoso, o crudo, o aguado… Nunca he logrado hacerlo bien.
¿Eso quiere decir que nunca comemos arroz en nuestra casa? ¡En absoluto! Conociendo mi poca destreza haciendo arroz ‘normal’ tuve que ver de qué manera comíamos arroz en casa sin morir en el intento. Y así descubrí el risotto, un plato que cae todas las semanas en casa. Lo hago de todas las formas posibles y siempre está riquísimo.
¿Y por qué os cuento todo este rollo de la cocina? Porque mi arroz seco incomestible es como cualquier debilidad que tenemos arraigada y que no queremos por nada del mundo mostrarla a los demás y que vamos tapando, disfrazando. ¡Cómo nos cuesta mostrarnos débiles, vulnerables, ante los demás! Es que eso toca nuestro orgullo… y muchas veces no queremos pasar por ahí. Preferimos engrandecernos con nuestras dotes, que nos aplaudan, y esconder en nuestro sótano aquello que no se nos da bien, que no aceptamos…
Sin embargo, hay Uno que nos conoce profundamente, con lo bueno y con lo malo, y que a pesar de ello, nos ama incondicionalmente con un amor profundo. Que murió por nosotros aun conociendo nuestras debilidades. Que nos levanta cuando caemos y nos hace revivir.
En el matrimonio, la forma que tenemos de palpar el Amor de Dios es a través de nuestro cónyuge. A pesar de nuestras limitaciones humanas, y nuestros errores, es en mi marido, en su entrega, en su cariño, donde yo veo cómo me ama Dios. Y así intento reflejarlo yo también. Que pueda ver cómo Dios le ama a través de mi pequeñez.
Por eso, el otro día que tuve que hacer arroz ‘normal’ por primera vez porque la nevera estaba bajo mínimos, le revelé, con un arroz pastoso, que no sabía hacerlo mejor. ¿Y sabéis qué pasó? que además de alucinar un poco porque en este tiempo había sabido disimularlo muy bien, nos empezamos a reír bien a gusto. Él no es muy ducho en la cocina, pero precisamente tiene bien aprendida la receta de arroz normal ¡doy fe de ello! Así, aunque soy yo la que cocina en casa porque tengo más tiempo y me encanta, el día del arroz a la cubana se lo reservo a él para que me vaya enseñando a hacerlo. ¡Formamos un buen equipo!
Y esta anécdota, que os puede parecer una tontería, me ayuda a comprender cómo nos mira Dios. En la risa de mi marido por mi nefasto arroz pude ver mucha ternura también. Y así creo que me (nos) mira Dios cada vez que acudo a Él con un desastre monumental o cuando caigo en la misma debilidad una y otra vez. Y, lejos de sentirme humillada o culpada, lo que encuentro es su Amor que reconforta y me siento, sobre todo, liberada, desligada de aquellos complejos y miedos que me esclavizan. Así que no tengamos miedo de acudir a la fuente del Amor tal como somos, con nuestras luces y sombras, para poder descansar.
