Escribo hoy con el sol del atardecer inundando nuestro salón de luz. Sé que hace más de un mes desde nuestra última entrada y que, en esta ocasión, no tenemos la excusa de la falta de tiempo y el ajetreo cotidiano. No obstante, ante esta situación que cada vez se prolonga más estaba un poco descolocada y no encontraba palabras…
Por eso, creo que de lo más puedo hablaros hoy es de estas cuatro paredes en las que llevamos más de 40 días confinados. Aunque hace un año ya os hablé de él en esta entrada, hoy me gustaría contaros su historia.
Para los que nos leéis normalmente, sabréis que los meses anteriores a nuestra boda fueron muy complicados por la muerte repentina de mi padre. Además del mazazo emocional que supuso para todos, obviamente se paralizaron la lista de tareas pendientes antes de la boda. Una de ellas era el piso. Ante esta nueva situación nos replanteamos dónde vivir y tuvimos que cambiar nuestros planes iniciales.
En definitiva, a un mes vista de la boda seguíamos sin un lugar donde vivir. Sin embargo, en ningún momento lo vivimos con angustia, pues sabíamos que nuestro Padre celestial iba a proveer. Y así lo hizo, y creo yo que también con la intercesión de mi padre 😉 En nuestro peregrinar de inmobiliaria en inmobiliaria -y abrumados con los precios y las condiciones de las casas- coincidimos con un buen amigo de mi padre que nos garantizó que iba a hacer todo lo posible para ayudarnos. Y vaya si lo hizo. Semanas antes de la boda firmamos el contrato de alquiler de un piso nuevo y amplio desde el que ahora os escribo. Y, sinceramente, conforme estaba -y está- el mercado inmobiliario, lo vivimos como un regalo del cielo.
Y aunque en mis planes estaba entrar recién casada a mi casa con todo listo, las toallas a juego, las sábanas, la vajilla… la realidad fue que entramos a un piso desnudo y con lo mínimo. Sin embargo, recuerdo con mucho cariño ese tiempo, pues nuestra casa empezaba de cero, como nuestro matrimonio, y día a día íbamos convirtiéndola en un hogar.
No es una casa ni de diseño ni de revista, y no escondo que todo se aguanta a base de ventosas, washi tape y velcro porque me sabe mal agujerear las paredes y porque me hace gracia ver que es como nosotros. Novatos. Que somos frágiles, que a la mínima nos caemos, y que da igual cuántas veces caiga el portarrollos en mitad de la noche y nos asuste, que tiramos de remedio casero de Youtube y hasta la próxima vez que caiga, sin desfallecer.

Además, en mis proyecciones que acaban por deshacerse, siempre había pensado que mi primer piso casada y sin hijos, iba a ser un estudio muy pequeño, pero suficiente para los dos. No pedía más. Sin embargo, el Señor nos ha regalado un piso con un salón en el que caben todos nuestros familiares (y creedme, que en el caso de él ¡son muchos!). Nos ha regalado camas extra para poder acoger a quien lo necesite y otra habitación para dar cabida a nuestros proyectos. En definitiva, ha superado con creces mi mediocre proyecto.
En este tiempo de confinamiento estoy profundamente agradecida por este hogar. Por la preciosidad de atardeceres que se nos regala cada tarde y que antes no valoraba. Por las vistas de los pueblos diseminados en la montaña que ahora podemos ver con claridad, por todos los niños que llenan de vida nuestra calle ahora que pueden salir a jugar (reconozco que el domingo me emocioné mirándolos).
Y qué decir de que además de un hogar, lo hemos redescubierto como Iglesia doméstica… pero este tema se merece una entrada aparte que os compartiremos pronto.
Esperemos que estéis bien, nosotros y los nuestros gracias a Dios lo estamos, ¡un abrazo!