O, mejor dicho, el «instrumento» del que Él se sirvió para que mi marido y yo nos conociéramos.
Y es que hoy, con la mirada aún puesta en el niño de Belén, es también un día en el que miramos especialmente al Cielo para recordar a mi abuela, mi mejor amiga, mi confidente, que descansó en el Padre hace hoy 4 años.
La del 2015 fue una Navidad de hospital, aunque la enfermedad dio una pequeña tregua y nos permitió compartir con ella la última comida en familia en su hogar. No fue una Navidad idílica de postal. No hubo más luces que las de las pantallas que monitoreaban sus constantes vitales. No hubo grandes comilonas, pero, sin embargo, tengo guardado el momento, aquel 1 de enero, en el que le di para merendar unos gajos de una mandarina mientras la animaba, sabiendo, con mucha paz, que el momento de su partida se acercaba. Recuerdo también ver la cabalgata de reyes en la televisión enana de la habitación del hospital y, sinceramente, no sé si ese año los reyes dejaron regalos, pero el mejor fue poder despedirnos de ella y saber que estaba en la antesala del Cielo. Y es que, sin fuerzas casi, lo último que hizo sus últimos días aquí en la tierra fue rezar y cantar canciones de su juventud, lo cual nos hizo pensar que ya estaba muy cerca de reencontrarse en el Cielo con su gran amor.

Y, aunque yo decía que creía en el Cielo y en la vida eterna, su testimonio me lo mostró con claridad, me hizo ver que el Cielo existe y que el morir es nacer a la vida eterna. Y, con el tiempo, he visto que esta experiencia fuerte me estaba preparando para otro acontecimiento que, sin Dios, y sin esta convicción, hubiera sido humanamente imposible de asimilar.
Pero ¿qué tiene que ver con que sea la culpable de Una historia de tres? Si nos leéis desde hace tiempo seguramente sabréis la conexión que guarda todo. Y es que él y yo nos conocimos porque fui a su ciudad a estar con mi abuela en el hospital. Como necesitaba seguir viviendo la Fe, acudí a su parroquia porque ahí está la realidad del Camino Neocatecumenal -donde yo vivo la fe- y fue allí dónde nos conocimos más. Recuerdo con muchísimo cariño los sábados antes de la eucaristía, cuando mi abuela me ordenaba que me fuera del hospital para que me duchara y me arreglara con calma en casa para ir bien guapa a la Eucaristía y me daba dinero para salir después a cenar con los jóvenes de la parroquia. Desgraciadamente, mi marido y mi abuela nunca llegaron a conocerse personalmente, aunque les hablé mucho del otro y estoy convencida de que se hubieran llevado genial.
Así que hoy es un día para la alegría, para dar gracias a Dios por su vida, por los años de vida que, a pesar de la enfermedad, le regaló y por haber formado una familia tan preciosa con la que hemos compartido estos días de Navidad. Mentiría si no dijera que las «sillas vacías» en estos días son especialmente dolorosas, ¡pero la alegría de la esperanza de que algún día podremos celebrar la Navidad en el Cielo todos juntos puede con todo!